Por favor, no le digáis a mi madre que soy periodista…

Juan Carlos Blanco

Los periodistas tenemos que ejercer la critica y hacernos la autocrítica. Pero no hay necesidad de flagelarse. En estos días, nuestra credibilidad, que ya está por los subsuelos, ha bajado aún más a los avernos por las críticas al tratamiento mediático que se le dispensó en vida a Rita Barberá, la ex alcaldesa de Valencia fallecida en noviembre  de un infarto después de haber vivido en los últimos meses una suerte de linchamiento que, en cualquier caso, no sólo ha sido periodístico sino también político y social.

A cada cual, su responsabilidad. Y a ser posible, sin generalizaciones ni trazos gruesos. Ni todos los periodistas somos iguales, ni todos los políticos tienen las mismas actitudes ante una tragedia humana ni, por supuesto, todos los ciudadanos son seres inmaculados que jamás osarían a condenar a una persona antes de ser juzgada.

Rita Barberá fue víctima de un mal trato casi inevitable en una sociedad crispada que ha cambiado la presunción de inocencia por la de culpabilidad y que ha convertido algunos platós televisivos en tabernas donde se degüella a quien corresponda. Pero la responsabilidad por ese mal trato tendría que ser compartida por muchos.

En el ámbito del periodismo, sugiere también otra reflexión: si los medios y los periodistas quieren ganar la credibilidad perdida, no pueden seguir sumergidos en la espiral de la información-espectáculo como si fueran una organización de fanáticos del click dispuestos a convertir el mercado de las noticias en un supermercado de mercancías caducadas.

Raúl Magallón alude en un artículo en bez.es a un término que también me gusta emplear: el del contrato de confianza de los medios con sus lectores. Magallón lo hace para reclamar que los medios establezcan controles de verificación semanales o diarios de lo que publican si quieren recuperar esa confianza.

Estoy de acuerdo. Pero añadiría algo más: no se trata sólo de recuperar la confianza sino de sobrevivir a medio y largo plazo. Se trata de un problema de subsistencia profesional.

En un mundo donde la información fluye por las redes sociales y los motores de búsqueda, si quieren seguir existiendo, los medios y los periodistas sólo tienen un valor añadido que puede distinguirles entre tanto ruido y tantas mentiras revoloteando por ahí: el de la capacidad de que los lectores se crean que lo que les decimos es verdad.

Si lo conseguimos, seguiremos siendo útiles a las comunidades a las que prestamos nuestros servicios. Y si no, seguiremos cayendo en un descrédito de tal tamaño que algún día podremos decir aquello de «no le digas a mi madre que soy periodista; ella se cree que soy pianista en un burdel».

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