2020: el año en el que sí triunfó la conspiranoia

En la primera ola de la pandemia circuló un vídeo en el que un grupo de mujeres asistentes al consejo de West Palm Beach, en Florida, ofrecía a las autoridades locales sus argumentos para oponerse al uso de las mascarillas. Una afirmaba que las autoridades pretendían «malograr el sistema de respiración de Dios, dándole la espalda»; otra acusaba a estos mismos dirigentes de crímenes contra la humanidad por los que serían juzgados; y una tercera se limitaba a defender que no pensaba usar una mascarilla del mismo modo que también se negaba a usar ropa interior: para que su cuerpo pudiera respirar. El vídeo contenía los elementos clásicos para hacerse viral, carne de meme a medio camino entre la conspiranoia y el extremismo cerril.

En los mismos días, pero a siete mil kilómetros de distancia, en el centro de Madrid, Rocío Vidal, una divulgadora científica conocida en Youtube como La gata de Schrödinger, publicaba un vídeo en el que mostraba cómo tenía que escapar corriendo de una concentración de hombres y mujeres del movimiento antivacunas que protestaban por el uso de las mascarillas y de las futuras vacunas del Covid para, según sus proclamas, apuntalar la instalación de un orden mundial en el que los ciudadanos seríamos sometidos por los poderosos que quieren controlar el planeta y ponerlo bajo sus intereses.

Estos y otros casos similares son por ahora episodios menores y hasta risibles que no responden a las corrientes mayoritarias de pensamiento de los ciudadanos. No hay una pandemia de conspiranoicos, esotéricos, nacionalistas de todo pelaje, extremistas hiperventilados y populistas de derechas y de izquierdas que estén dominando el mundo. Y si pensáramos eso, seguramente nosotros también estaríamos ejerciendo de terraplanistas de salón.

Pero no se debe minusvalorar este fenómeno, que ha pasado de los circuitos extraoficiales de la plaza mayor de Youtube a inocularse en otros escenarios más reales de nuestra vida pública, como hemos visto en algunas manifestaciones como las de Berlín, París o Madrid. Por decirlo al modo mediático: ya no es un producto sólo para minorías dispuestas a creer en todo aquello «que nunca verás en los medios» y que te desvelará algún cantante enloquecido o un presentador mesiánico de televisión, sino que su destino es una audiencia más nutrida que ha cambiado los telediarios por estas visiones surrealistas de la realidad que aparecen en las primeras búsquedas de Youtube y de Google y en nuestros muros de Facebook.

¿Qué podemos hacer para frenar esta avalancha esotérica? En primer lugar, no darle el sitio que reclaman como si sus opiniones valieran lo mismo que la de los hijos legítimos de la ilustración y el progreso científico y social.

Pongamos el ejemplo de la televisión y la radio pública británica (BBC). A lo largo del tiempo, la BBC se ha labrado una reputación de credibilidad y de seriedad fruto de un ejercicio de coherencia entre sus ideas y acciones. Las entrevistas de sus emisoras han marcado una manera de entender el periodismo como servicio público por el estilo incisivo de sus periodistas, orgullosos y celosos de su independencia.

En marzo de 2019, la BBC decidió no incluir en sus debates a invitados que defendiesen posturas negacionistas que se alejasen del consenso científico en materias sensibles para el futuro de la humanidad como los desafíos del cambio climático. Con esta decisión, quería evitar que se pusiese en el mismo plano a quienes defienden tesis desde el rigor y el conocimiento científico y quienes, en otro extremo, rompen los consensos en defensa de postulados disparatados, carentes de consistencia alguna, pero con una aceptación cada vez mayor. A juicio de la BBC, un premio Nobel en Química y un predicador estrafalario no podían debatir en la misma mesa en un plano de igualdad. 

La BBC intentaba así cerrar el paso a los terraplanistas y demás variantes del negacionismo más atrevido, quienes cuentan con miles y miles de seguidores, adeptos y hasta fieles de estas nuevas religiones que juegan con la idea de que los poderes que gobiernan el mundo engañan a las masas, supuestamente adocenadas y desinformadas, y que ellos han venido a salvar a esas mismas masas.

Buena idea la de la BBC, ¿no?, pero, qué pasa cuando la pulsión conspiranoica ayuda a ganar votos y a hacerse con el poder de los países.

Conspiranoicos y populistas en el poder

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, elucubró en una rueda de prensa en la Casa Blanca con la posibilidad de inyectar lejía en los cuerpos de los seres humanos o usar rayos ultravioleta para luchar contra el coronavirus (a él, meses más tarde, le administraron un combinado innovador de medicamentos para luchar contra la enfermedad). Su homónimo de México, Andrés Manuel López Obrador, animó a una población de 126 millones de mejicanos a darse abrazos para hacer frente a la pandemia. Y el de Brasil, Jair Bolsonaro, negó la evidencia del descontrol pavoroso de la epidemia en la nación carioca incluso después de haberse contagiado también de ella y, meses después, pidió a sus ciudadanos que dejaran de comportarse frente al virus «como un país de maricas».

La pulsión nacional populista, con ribetes de negacionismo político, crece en una sociedad que ha perdido la confianza en los actores clásicos y ha abierto las compuertas de las redes sociales, democratizadoras por su capacidad para albergar una conversación pública global sin barreras de entrada, pero que también han sido usadas como si fueran paraísos libertarios exentos de reglas del juego para la convivencia, libres de la contrarréplica de quienes fiscalizaban el poder, entre ellos, los medios de comunicación, más preocupados por razones de supervivencia por cuadrar sus cuentas de resultados que por seguir ejerciendo de conciencia crítica de sus comunidades.

La fórmula es exitosa. Con darse una vuelta por el mapa mundi se aprecia cómo el imperio del populismo social emerge con la fuerza de sus líderes: Donald Trump en Estados Unidos, Víctor Orban en Hungría, Jair Bolsonaro, en Brasil; Andrzej Duda en Polonia, Cristina Fernández Kichner en Argentina, Boris Johnson y Nigel Farage en Inglaterra, Pablo Iglesias y Santiago Abascal en España, Salvini y Beppe Grillo en Italia, Marine Le Pen en Francia, los sátrapas africanos y las dictaduras asiáticas de pensamiento único. Podemos denunciar sus actitudes, modos, decisiones y estrategias, pero, ¿quién puede decir que esta alineación política no es ganadora?

Ya no se trata sólo de falsos profetas que circulan por la periferia del sistema. En la mayoría de estos casos, han alcanzado el poder y lo ejercen, intentando ahogar los contrapesos y equilibrios de las democracias. Trabajan, ya dentro de las instituciones, no tanto por su transformación como por su demolición. Un contrasentido que erosiona todavía más la confianza en esas mismas instituciones.

Las condiciones sociales, políticas y económicas que han permitido este crecimiento en la década que va de 2010 a 2020 han sido ya diagnosticadas. Las sucesivas crisis financieras, en especial la crisis sistémica de 2008, devinieron en una pérdida generalizada de las condiciones de vida de millones de ciudadanos que contribuyó a pensar que, por primera vez en décadas, las nuevas generaciones iban a vivir peor que las generaciones de sus padres y de sus abuelos.

Los recortes tuvieron como consecuencia una destrucción más o menos generalizada del empleo de esos países (más en Europa que en Estados Unidos; y, en Europa, más en el sur que en el norte), mellaron la confianza de los ciudadanos en las instituciones representativas y consolidaron una imagen de descrédito que se multiplicó en casi todos estos países por el descubrimiento de casos de corrupción generalizados.

No nos representan

La desconfianza se hizo  sistémica y alcanzó a todas sus esferas: políticos, empresarios, banqueros, sindicatos, la cultura y el periodismo. Se resumía en tres palabras: «No nos representan». Y se tradujo políticamente, en el caso de Europa, en una fragmentación de la oferta electoral, en el fortalecimiento de las opciones nacionalistas ultraconservadoras y xenófobas (El Frente Nacional francés, la UKIP británica, Alternativa por Alemania…) en la irrupción de movimientos populistas como el Cinco Estrellas italiano o el Podemos español (también, hay que decirlo, movimientos liberales y centristas como el En Marcha de Macron o Ciudadanos en España.

Muy pronto, estos se erigieron como formaciones dispuestas a asaltar los cielos de la política gracias al cansancio de la política tradicional y a su capacidad de: 1) ir inoculando en la opinión pública sus esquemas mentales simples, primarios, pero muy eficaces: lo viejo y lo nuevo, la casta y el pueblo, los poderosos frente a los desfavorecidos, etcétera, etcétera. Y 2) ir alineándose y conectando con las inquietudes sociales de las capas más jóvenes (cambio climático, derechos de la mujer, Me Too…). De hecho, para estas generaciones, lo nuevo y refrescante era (y es) el populismo en cualquiera de sus variantes ideológicas.    

Pero, en lo que nos ocupa, lo que también ayudó a incrementar sus opciones de éxito fueron tres factores esenciales en términos de comunicación. 1) su capacidad para entender el poder de nuevas herramientas como las redes sociales para conectar con sus también nuevos públicos; 2) su comprensión de la importancia de la televisión de entretenimiento como vía de acceso a las grandes masas y a los segmentos de población más refractarios al uso de las plataformas sociales; y 3) en algunos supuestos, su uso indiscriminado de las mentiras y de las noticias falsas como elementos de agitación.

Las ‘nuevas’ mentiras

La mentira es una herramienta esencial del arte de la propaganda y los gobernantes han hecho siempre uso de ella. El cambio, en esta era disruptiva del internet socializado y accesible para las grandes mayorías es que las patrañas se distribuyen casi en tiempo real y ya no penalizan en el debate público. Nos hemos acostumbrado tanto a ellas que no inhabilitan a quienes las perpetran. El mentiroso no sufre estigma alguno. Le da igual lo que digan de él las hemerotecas.

La falta de rechazo generalizado de estas prácticas se torna aún más grave cuando se analiza el tamaño y la magnitud de su uso. Las mentiras han alcanzado el tamaño de una industria pesada y tienen un impacto incalculable en la estabilidad política de los países, envueltos a su vez en disputas globales por la primacía como la que protagonizan Estados Unidos y China, con Europa de espectadora.

La Comisión Europea ha denunciado en varias ocasiones estos hechos. Un informe oficial denunciaba las campañas de desinformación detectadas en los países de la zona euro durante los peores meses de la primera ola de la pandemia del coronavirus. En el documento, que alude a China y a Rusia sin llegar a acusarlas explícitamente como presuntas inspiradoras de estos ataques fake, la Comisión advertía de que las informaciones engañosas podían poner vidas en peligro y amenazaban con socavar los esfuerzos que hacían las autoridades de los países comunitarios para contener la enfermedad.

Una plaga superpuesta sobre otra. Un virus sanitario que afecta a nuestra salud física está marcando al menos a cuatro generaciones de ciudadanos del planeta y otro, que se sirve de la tecnología para romper los engranajes de los sistemas democráticos mediante el filtrado de mentiras que generan desconfianza y miedo en la ciudadanía, está horadando nuestra salud democrática, debilitando los resortes institucionales.

La desinformación masiva supone una enmienda a la totalidad del sistema y tiene su reflejo en todos los sectores, niveles, grupos de interés y temáticas, desde la escala más local, de barrio o de comunidad, hasta la cúspide de las instituciones internacionales, desde la última asociación ecologista de un valle de Andalucía o de Asturias a las oficinas centrales de Greenpeace en Amsterdamn.

El gran debate político que se abre no es el de la globalización frente a la contracción nacionalista, el de los mercados abiertos que aprovechan la aceleración del transporte, los nuevos modos de comunicar y la explosión del comercio electrónico global frente al proteccionismo local que nos promete seguridad ante la incertidumbre.

El debate es entre las democracias liberales y las pseudodemocracias iliberales que se nutren de la mezcla explosiva del populismo, el nacionalismo y el negacionismo.    

A los desafíos ya conocidos como el del coronavirus o la emergencia climática se suma ya el de cómo afrontaremos esta pandemia de desinformación que ataca de raíz el principal soporte de nuestras democracias: la confianza.

Cómo luchamos contra la desinformación masiva

Eso no es un problema que se arregle sólo luchando contra la desinformación. Pero sí que ayuda luchar contra ella. A más manipulación y más noticias falsas, más crispación y más inestabilidad. La ecuación no falla. Por eso, combatiendo la epidemia de mentiras desde dos vertientes: en el corto plazo, desenmascarando a quienes las usan con fines políticos o simplemente mercantiles y arbitrando medidas jurídicas que nos ayuden a protegernos de ellas; y en el largo plazo, promoviendo desde la educación y desde el mercado de la información políticas de alfabetización mediática y de formación del pensamiento crítico que nos hagan ser más ciudadanos que consumidores.

Ya tenemos leyes y normas más o menos claras para combatir estos excesos, pero no podemos mentirnos a nosotros mismos: las fake news que circulan por las redes sociales y los motores de búsqueda van más deprisa que nuestros intentos por combatirlas. Y este hecho está reventando nuestras democracias, alimentando la desconfianza, el recelo y la ira ciudadana. Debemos combatir la desinformación con más herramientas, más recursos y más energía en el empeño. Sobre todo, si no queremos despeñarnos por la pendiente que conduce a las sociedades totalitarias que, por desgracia, siguen tan presentes y tan cerca de todos nosotros.                 

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