Las tres razones que nos han llevado a vivir (por ahora) en una bulocracia

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A los populistas y a los nacionalistas les irritan los medios de comunicación que se afanan en mantener unos criterios mínimos de rigurosidad editorial. La razón es simple: les pillan en sus mentiras, desnudan sus falsedades. El caso de confrontación más conocido de estos últimos años es el que han protagonizado en los Estados Unidos las grandes cabeceras tradicionales como The New York Times o The Washington Post con Donald Trump. Pero hay otro ejemplo que nos ayuda a definir aún mejor el carácter borrascoso de estas relaciones entre los líderes populistas y las empresas de información: el del primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, con los medios que mantienen esos estándares de calidad, entre ellos la BBC.

Johnson, autor de una exitosa biografía de Winston Churchill, es periodista de profesión. Entre 1989 y 1993, fue corresponsal en Bruselas del periódico Daily Telegraph, donde se labró una imagen de periodista polemista, vehemente y ácidamente anti europeísta, más dispuesto a entrar directamente en la lucha política que a interpretarla desde su posición privilegiada.

Criado en instituciones educativas elitistas de su país donde enseñan a sus cachorros a ser parte integrante del flemático stablishment británico, el líder conservador ha practicado tanto en el ámbito del periodismo como luego en el político una suerte de populismo tory con el que ha logrado culminar sus objetivos más ambiciosos.

En la vida de Johnson se entrecruza lo político y lo periodístico, lo público y lo privado, en una trayectoria de desparpajo intelectual que ha logrado conectar con una parte sustancial de la opinión pública británica gracias a su capacidad para el relato político, para la narración de historias en las que ha sabido dibujar una pintura maniquea de personajes contrapuestos: el héroe valeroso de la nación, encarnado en el sujeto colectivo del pueblo inglés, y los villanos que causan sus males, encarnados en una Unión Europea aliada con las élites ciegas del Parlamento de Westminter.

Un caso paradigmático es el del cheque de Bruselas. Durante la campaña del Brexit, las huestes del no a Europa, comandadas por un estratega tan duro y eficaz como Dominic Cummings, repitieron una idea fuerza: si el Reino Unido abandonaba la Unión Europea, los 350 millones de libras que transfería semanalmente el Gobierno británico a la UE irían directamente a las arcas del Sistema Nacional de Salud (NHS por sus siglas en inglés). Una idea directa: si nos vamos de Europa, aumentaremos la cantidad que destinamos a cuidar la salud de los isleños en 18.200 millones de libras al año. Por simplificarlo aún más: menos Europa es más salud. Una propuesta imbatible.

Esta idea apareció de forma obsesiva en la prensa popular de Gran Bretaña durante las semanas de la campaña, se distribuyó en redes sociales y caló en una población atemorizada por el deterioro de sus servicios públicos y necesitada de respuestas que nunca llegaban.

La idea de que Europa robaba cada semana 350 millones de libras era absurda, pero ayudó a los partidarios del Brexit a lograr su gran objetivo. Sólo un día después de la votación, Nigel Farage reconocía en una entrevista televisiva en la BBC que había sido «un error» utilizar este argumento, una manera más o menos sutil de reconocer que habían mentido. Y de qué manera.

2016, el año en el descubrimos que las mentiras no penalizan

El uso de esta mentira logró el efecto deseado y se quedará como un episodio más de la historia de las manipulaciones informativas. Pero esta mentira y esta campaña forman parte de algo mayor, pues se sitúan en un año de la historia reciente, 2016, en el que se dio una vuelta de tuerca en el uso de las informaciones falsas con fines políticos que ayudó a sacar a Inglaterra de las instituciones europeas y que, por ejemplo, terminó antes de la llegada del invierno con Donald Trump instalado en la presidencia de los Estados Unidos de América.

En virtud de esta nueva vuelta de tuerca, nos encontramos con la extensión de un fenómeno clave en el debate público: las mentiras ya no penalizan. En esta era de los hechos alternativos, la verdad no importa, lo que importa es lo que perciba la opinión pública. Y es básico que se transmita que el principio de autoridad basado en la experiencia, la racionalidad y el consenso científico, el acuerdo en torno a los principios y valores de las constituciones modernas laicas y en torno a los valores humanistas de las religiones ya no existe.

Así, lo que diga un epidemiólogo sobre una pandemia mundial tiene el mismo valor que lo que sostenga sobre esa misma pandemia un concejal de Obras Públicas de un ayuntamiento del Ampurdán, un tertuliano de la televisión gallega, el usuario húngaro de un grupo público de Facebook o ese mismo presidente de los Estados Unidos de Norteamérica que aconsejaba inyecciones de lejía para luchar contra la COVID-19.

Se trata de subvertir las convenciones sociales hasta que convengan a nuestros intereses. Y, para eso, es clave que entendamos que todas las opiniones merecen el mismo respeto, consideración y atención del público, por muy absurdas y disparatadas que algunas de ellas puedan ser.

Lo que ‘nunca verás en los medios’…

En el caso de los terraplanistas y otros proveedores de la industria de la conspiración y el ocultismo, esta igualación por abajo les permite encontrar más legitimidad y más espacios para la difusión de sus teorías y, por tanto, para ampliar el campo de actuación de los negocios . Las publicaciones, webs, canales de Youtube y programas especializados en estas materias registran audiencias muy poderosas que les permiten crear en torno a ellos modelos de negocio muy exitosos.

Pero, en lo que nos ocupa, la afición al terraplanismo y a esas noticias que, en la jerga conspiratoria, «nunca verás en los medios» tiene una importancia relativa en la erosión de la calidad democrática de las sociedades, pues son productos que, por sus propias características, al menos, no generan daños irreversibles.

Un espectador de un programa de esta naturaleza puede estar convencido de que los extraterrestres nos gobiernan a través de personas intermedias o que los poderosos del mundo comandados por Bill Gates se reúnen los fines de semana para decidir el destino de los habitantes del planeta, pero esa creencia esotérica no suele salir de su particular radio de acción, por muy amplio y multitudinario que éste sea.

Pocos leen un libro sobre el club Bilderberg y deciden que hay que cambiar el orden mundial. Y si lo deciden, no pasan de manifestarlo en un grupo de whatsapp, volcando sus opiniones en un blog o llamando de madrugada a una emisora de radio en la que se pregone el fin del mundo. Como industria, puede ser muy lucrativa. Pero no es especialmente lesiva. Por ahora.

Foto: Actualidad RT

La conspiranoia entra en política

Con los populistas políticos, el daño es mayor. La política es una cuenta de resultados. Y los populistas han encontrado una fórmula en la que se combina el desafecto hacia las élites que no han respondido a los desafíos de las últimas crisis con el temor a que sus condiciones de vida se deterioren aún más, la localización de los culpables de la situación, que siempre son los otros, y la oferta de las soluciones más simples a los problemas más complejos. Y todo ello, embutido con una grasa emocional que apela a los sentimientos y emociones primarios y que usa las mentiras de forma masiva para la discusión de las ideas.

En el discurso público, ha entrado con fuerza un concepto para definir lo que está pasando: el de las guerras culturales. Estrategas, asesores y el resto de los profesionales de las tribus políticas han entendido que la polarización emocional es el mejor combustible para armar un sentimiento de pertenencia y de adhesión a una posición política.

Hay que tocar la fibra emocional para lograr ese engagement. Y esa fibra no se toca con discursos complejos sobre el sistema de pensiones o el techo presupuestario de gasto, sino con ideas sencillas sobre asuntos que tengan un anclaje ideológico, como las posiciones ligadas a la igualdad de derechos de la mujer y el hombre, la inmigración, la pobreza o el racismo.

En los últimos años se muestra como ejemplo de distorsión del debate público la fuerza con la que entraron en campaña electoral las mentiras trumpianas sobre Obama y, con posterioridad, sobre Hillary Clinton, distribuidas sobre todo a través de Facebook, pero también a través de medios convencionales como la cadena Fox de Rupert Murdoch y Roger Ailes y una constelación de emisoras locales y regionales de radio y de televisión, pero no sería justo centrarse sólo en los casos de las elecciones que encumbraron a Donald Trump o, por citar el ejemplo anterior, el que llevó finalmente a la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea.

mediaite.com

El uso de las mentiras como pivote de estrategias políticas es moneda corriente en numerosas sociedades occidentales. Los partidos políticos, algunos más que otros, reclutan ejércitos de hooligans a los que arman con ordenadores y conexiones a internet con el objetivo de llenar la orilla de internet de mensajes favorables a sus líderes y organizaciones y críticos con sus adversarios. En este juego, lo de menos es que el ataque al rival esté o no fundado.

Tres razones que explican la expansión de la infodemia

Hay tres factores que facilitan esta explosión:

1. El desarrollo de las plataformas digitales, que permite la aceleración exponencial del flujo de noticias (oferta infinita y en tiempo real), pero sin que esa aceleración venga acompañada de los filtros necesarios para la verificación de los contenidos informativos que se distribuyen a través de esos nuevos productos, sobre todo en el caso de Facebook y de la constelación de herramientas de Google.

https://twitter.com/pausolanilla/status/1365940843685830658?s=21

2. El derrumbe del modelo analógico de la industria del periodismo y el consiguiente debilitamiento del papel de los medios como verificadores de la realidad…y como diques de contención de las falsedades.

Y 3. El desplome de la confianza en los representantes públicos.

No sólo los políticos pierden parte de su capital reputacional; también lo hacen otros colectivos que hasta entonces tenían capacidad de influencia social, como los representantes de los empresarios y de los sindicatos (los agentes sociales), el mundo de la cultura y los periodistas y los medios de comunicación, embarcados en una carrera del todo gratis que les hizo virar hacia el infoentretenimiento en busca de las visitas que les permitieran seguir haciéndose con la publicidad necesaria para cuadrar sus cuentas de resultados.

En este contexto, la ventana política de oportunidad que se abre en este escenario es aprovechada por movimientos populistas en Europa como el italiano Cinco Estrellas de Beppe Grillo (después de la década negra del Berlusconismo político y mediatico) o Podemos en España; de corte liberal como Ciudadanos en España y En Marcha de Macron, nacionalistas y de extrema derecha como el Frente Popular de Marine Le Pen en Francia o la UKIP de Nigel Farage en el Reino Unido y, al otro lado del Atlántico, con Donald Trump, la renovación de viejos populismos como el peronismo argentino y la irrupción de fenómenos caudillistas de izquierdas que toman rumbos totalitarios en Venezuela, Bolivia o Ecuador.

No sólo se globalizan el entretenimiento o las cadenas de valor de las grandes fabricaciones textiles o de automoción; también lo hace el nacional-populismo, que viaja a través de las aplicaciones instaladas en los teléfonos móviles y se adapta a cada entorno en función de las familias, estructuras y hábitos políticos predominantes en cada región.

La combinación de nuevas herramientas tecnológicas al alcance de las grandes mayorías y la crisis de confianza de los sistemas tradicionales crean las condiciones ambientales para el uso de las mentiras como herramientas de gestión de las opiniones de los ciudadanos.

La infodemia se expande porque la distribución masiva de las falsedades ofrece resultados a quienes las usan y porque los actores tradicionales del mundo analógico no terminan de dar con la vacuna que nos proteja de la explosión global de las infamias. La mentira se propaga a mayor velocidad que la verdad gracias a que suele llevar una carga emocional que incita al disparo virtual, al retuit indignado y a la crispación compartida en las pantallas que nos permiten vomitar nuestras ansiedades y crispaciones incluso desde el anonimato.

Foto: OV

La responsabilidad de los políticos en la infodemia

No es tiempo para tibios, sino para hooligans. Y en este territorio, gran parte de los dirigentes políticos tienen su cuota de responsabilidad. Lo cuenta bien Mark Thompson, ex director general de la BBC y en The New York Times, en su ensayo Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política?, en el que reflexiona sobre la deriva simplista y emocional del lenguaje empleado por la dirigencia política de las sociedades occidentales. Thompson advierte sobre las amenazas al ecosistema político que se ciernen detrás de esta deriva, peligros que provienen de la ruptura de la confianza y de la conversión del escenario de la conversación social en un lodazal donde los políticos aceptan con demasiada ligereza que el engaño, la manipulación y la mentira forman parte de la caja de herramientas del dirigente moderno.

La exacerbación de las diferencias obliga a la simplificación de los debates en busca de titulares gruesos que sean capaces de colarse en las listas de trending topics y en los totales de los telediarios de las cadenas generalistas. Y los líderes sustituyen en sus equipos a los viejos asesores analógicos por jóvenes depredadores que estaban en el jardin de infancia cuando Zuckerberg se alió con el brasileño Eduardo Saverin para escribir las primeras letras del código de Facebook en su habitación del campus de Harvard.

En el camino, hemos pasado de los discursos a los argumentarios de partido y de los argumentarios de partido a los zascas, a los memes y a los bulos. Todo bien digerido y fácil de usar para que los parroquianos digitales de sus partidos puedan expandir el mensaje de sus líderes desde sus megáfonos digitales.

La estrategia de uso masivo de las mentiras ha sistematizado esta práctica de tal manera que la ha convertido en una actividad productiva más, en un bien que se consume y da beneficios gracias a la ley de la oferta y la demanda en la era de los algoritmos al servicio de los memes. Y en política, nos ha hecho pasar de una democracia representativa clásica a otra democracia asamblearia, emocional y compulsiva en la que se usan argumentos propios de los programas de telerrealidad de las grandes cadenas comerciales. ¿Para qué queremos un senado si ya tenemos Forocoches para divertirnos troleándolo todo?

En esta estrategia de populismo primario, es importante que todo se iguale. Todos se embarran, todos chapotean. Y quien no lo haga, pasa al armario de los tibios, los blandos y los equidistantes. Un tuit del periodista Quique Peinado lo define bien: O eres de los unos o eres de los otros. Fin del debate. Elige trinchera. Y si no, exíliate de las redes o ponte a hacer ejercicios de respiración para calmar tu mente, porque a las pantallas no se viene a confrontar, se viene a combatir. Nuevas reglas para un nuevo régimen: el de la bulocracia.

7 comentarios en “Las tres razones que nos han llevado a vivir (por ahora) en una bulocracia”

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  7. Miguel Ángel Ribera

    Me ha encantado ,pues me ha despejado muchas incógnitas mías relacionadas con la actuación de los Medios de Comunicación,los Políticos y la Política y de Cantidad de Perros flauta que Comulgan Ruedas de Molino.

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