Si hay algo que une a populistas de izquierda y de derecha, aparte de su simplismo argumental, es su aversión a los medios de comunicación. Estos últimos días lo hemos vuelto a comprobar en España con los ataques de Podemos a diarios como El Mundo y El Confidencial y de Vox al Abc y, de forma permanente, al periódico El País. En todos ellos hay un nexo común. Se responde a informaciones periodísticas, que siempre se pueden discutir, con campañas de desprestigio en las que se busca amedrentar y coartar a los medios que ejercen sus labores de fiscalización de nuestros representantes públicos. Un recurso viejo, pero ahora multiplicado en esta era de la viralidad extrema y de los populismos de banda ancha.
Como creo que hay que huir siempre de las visiones simplonas y maniqueas, partiré en este análisis de tres premisas que no quiero olvidar. En primer lugar, es importante que recordemos que los medios ya no viven en púlpitos inalcanzables y blindados frente a la crítica. Cualquier persona con un teléfono móvil, una conexión de banda ancha y una cuenta en una red social puede publicar su crítica a los medios y dirigirse directamente a los periodistas, cuestionándoles todo aquello que consideren oportuno. Es una práctica muy saludable y, desde la perspectiva de los periodistas, es también un ejercicio de humildad y un motivo más para ejercer un periodismo riguroso y honesto. Si no quieres que cualquiera te ponga la cara colorada en Twitter o en Facebook, procura equivocarte lo menos posible.
En segundo lugar, conviene también que nos despojemos del lenguaje pomposo con el que los periodistas hablamos a veces de nosotros mismos. No somos los depositarios perpetuos de un derecho a la información de origen sagrado, no pertenecemos a una casta que necesite una defensa superior a la del resto de los ciudadanos ni depende exclusivamente de nosotros el futuro de la democracia en las sociedades occidentales avanzadas. Bastante tenemos en líneas generales con vivir dignamente del periodismo y sus sucedáneos y con intentar ejercerlo con la mayor honestidad.
Y, por último, un tercer apunte: no hace falta que os diga que no todos los periodistas son seres inmaculados, puros y graciles y que no todas las empresas periodísticas persiguen siempre la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Trabajamos en el mundo real. Y en el mundo real hay presiones, manipulaciones, censuras y autocensuras que conviven también con excelentes ejemplos de un buen periodismo que se practica y se ejerce incluso en condiciones tan adversas como las que vivimos ahora, tiempos de hundimiento de la publicidad y también de despidos, de recortes y de precarización del empleo.
Dicho esto, me parece que hay unos cuantos que están confundiendo su derecho a criticar a quienes les critican con el derecho de atacar con falsedades y aspavientos propios de machos alfa de la manada a todos aquellos que se atrevan a desvelar y denunciar sus decisiones o comportamientos políticos.
Esta vuelta de tuerca es preocupante, sobre todo cuando los ataques, virulentos y con nombres y apellidos de los periodistas colocados en la diana mediática, proceden, como en el caso de Podemos, de un partido que forma parte de la coalición de Gobierno que dirige este país y que incluso ha promovido la fundación de un libelo centrado en desvelar las presuntas miserias de las presuntas cloacas periodísticas de España. No es lo mismo que te ataque el concejal de un pueblo de 3.415 habitantes a que lo haga un vicepresidente del Gobierno con despacho en la Moncloa.