Emergencia mediática

-«Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que diferíamos de la interpretación de los hechos. Diferíamos del análisis. Diferíamos de las soluciones para nuestros problemas. Pero, básicamente, coincidíamos en cuáles eran los hechos. Hoy, en cambio, muchos se sienten con el derecho de tener sus propias verdades, cuando en realidad se trata de mentiras». Marty Baron, director de The Washington Post.

-«Imagínate si los tribunales tuvieran que juzgar todas las tonterías que se dicen en las redes sociales. En las redes hay muchos bulos, pero también muchos ojos que miramos». Carlos Sánchez Almeida, director jurídico de la Plataforma en defensa de la libertad de información (PDLI)

La Organización Mundial de la Salud (OMS) califica la distribución masiva de noticias falsas de infodemia y la describe como una proliferación de fake news o bulos que tratan de engañar, confundir, desprestigiar y desinformar a la opinión pública.

La definición puede valernos, pero es etérea. ¿Quién decide, y con qué criterios, que una información es falsa, engañosa o desinformadora? ¿Por qué tenemos que reconocer la autoridad de una empresa o institución que decida sentenciar qué es verdadero y qué es falso?. 

Los bulos son rechazables, nos pueden repugnar e indignar, pero, en la mayoría de los códigos penales de nuestro entorno, entre ellos en el nuestro, no son delito. Yo puedo publicar un bulo y vosotros me lo podéis reprochar a título personal, pero mi acción no tiene un reproche penal.

Nuestro ordenamiento jurídico es garantista y hace una interpretación extensiva de un derecho fundamental como el de la libertad de expresión. Sólo castiga los ataques más graves y los circunscribe a los delitos de odio de los que sean víctimas los colectivos más vulnerables, entre los que no se encuadran ni los políticos, ni las fuerzas de seguridad ni los jueces ni los periodistas.

Foto. Web BBVA

Ser un imbécil no es delito 

Quien se sienta ofendido o agredido por la circulación de un bulo que afecte a su vida pública o privada tiene la oportunidad de acudir a los tribunales a restablecer su honor o a denunciar las falsedades que considere oportunas, pero las posibilidades de que su denuncia prospere no son altas.

Se trata de un principio básico de las sociedades democráticas, y merece la pena defenderlo aunque permita que actitudes reprobables e incluso repugnantes no tengan castigo. Se puede ser un imbécil sin escrúpulos, pero ser un imbécil sin escrúpulos no está tipificado como delito en el Código Penal. Y la comisión de imbecilidades, tampoco. 

Quizás por eso, cada vez que algún dirigente político anuncia que trabajará en la reforma del Código Penal para poner fin a estas prácticas, lo más prudente es frenar y poner en la balanza los efectos positivos del endurecimiento de las penas y, al otro lado, las restricciones a la libertad de expresión y de información o, al menos, la percepción de que se está amordazando este derecho a expresarse libremente que tenemos los ciudadanos de los países democráticos.

Salvo tentaciones totalitarias, lo razonable es que la balanza se decante hacia la visión más extensiva de la libertad de expresión.     

Por qué hay tantas noticias falsas

Los incentivos para trabajar en la industria de las informaciones falsas son evidentes. Se puede vivir muy bien inventando, exagerando o distorsionando la realidad. Tan sólo se necesita tener una idea más o menos aproximada de cómo se gana dinero con la publicidad en internet y relajar nuestros estándares de comportamiento. Si la gente quiere noticias falsas y es tan fácil fabricarlas y distribuirlas, ¿a qué esperamos para comenzar a hacer dinero con ellas? 

Un ejemplo que leí hace unos meses en la edición en español de la BBC: el de Cristopher Blair. El señor Blair vive en Maine, a 45 minutos de Portland, en el noroeste de los Estados Unidos. Blair trabajó durante veinte años en el sector de la construcción, pero su salud renqueaba y quería cambiar de aires. Le gustaba escribir. Y sabía que lo hacía bien. Hijo de un simpatizante demócrata confeso, empezó a escribir artículos de tendencia liberal que publicaba en blogs que subía él mismo a internet pero con los que no lograba conseguir buenas cifras de visitas.

Un día, cambió de estrategia. Empezó a usar seudónimos para escribir textos de ideología conservadora en los que se inventaba noticias escandalosas y observó que sus textos empezaban a llenarse de likes y de una buena ración de comentarios favorables. Así que siguió por esa senda, instaló el programa de publicidad de Google en su blog, empezó a ganar más dinero del que imaginaba y abandonó su trabajo en 2014 para dedicarse a la escritura de noticias falsas. Desde entonces, ha creado una página en Facebook que se llama ‘Ultima línea de Defensa de EEUU’ desde la que lanza exitosas publicaciones en las que cuenta ‘hechos’ como que Bill Clinton tiene una cámara de tortura en su sótano, que un barco de la fundación de los Clinton ha sido incautado en el puerto de Baltimore con drogas, armas y esclavas sexuales o que un imán se ha negado a dejar entrar en su mezquita a personas que no sean musulmanas durante un huracán en Texas. Y todo lo hace desde su casa y junto a sus hijos. Una historia con final feliz para su cuenta corriente. 

 

Christopher Blair (BBC)

Blair aprovechó la popularidad de los discursos de odio en la opinión pública de una sociedad tan polarizada como la norteamericana para ganarse la vida de un modo que muchos consideramos deshonesto y cínico. Pero no lo podría haber hecho si el sistema de ingresos publicitarios de internet no hubiera sido tan laxo.

Si los propietarios y directivos de las redes sociales y de los motores de búsqueda hubieran asumido su responsabilidad, Blair no se hubiera hecho rico aprovechándose de su talento para fabricar patrañas. Y otros tantos, igual.

El problema se extiende por todos los sectores, géneros y temáticas. El deporte y la prensa del corazón son un pasto clásico para estas prácticas, pero el daño mayor se hace en el mundo de la empresa, en el de la economía y en el de la política.

Este mismo esquema que usa Blair es el que utilizan cientos, sino miles, de productores de contenidos falsos. Y es el que emplean también formaciones políticas, instituciones radicales y también algunos gobiernos para influir, muchos de ellos de forma artera y ruin, en la opinión pública de sus sociedades. 

Todos ellos han aprovechado las facilidades de un sistema que permite obtener dinero o influir en el estado de ánimo de los ciudadanos mediante la producción, publicación y distribución en redes sociales, motores de búsqueda y canales de mensajería de noticias escandalosas o inventadas.

Este sistema se aprovecha de la extracción masiva de datos de los ciudadanos, no especialmente conscientes hasta ahora de cómo se vulnera su privacidad, y se beneficia también de que gran parte de la información que les llega a estos mismos ciudadanos procede de las redes sociales y se accede a ella desde los teléfonos móviles, que, a diferencia de los medios de comunicación, ni jerarquizan ni criban la información. 

datos.gob.es

Sigue la pista del dinero 

¿Cómo se rompe este bucle tóxico? Pues, en primer lugar, atacando las fuentes de financiación de este tipo de desinformaciones. Si se logra poner coto a un sistema perverso que incentiva a fabricar noticias al peso a partir de la extracción masiva de datos, habrá que trabajar en sistemas como el Reglamento general de protección de datos (RPDG), vigente en la Unión Europea desde mayo de 2018. Estos sistemas abren la puerta a una nueva era de mayor control en el uso de nuestros datos personales y, al menos, pueden limitar su influencia y radio de acción. 

Aquellos productores de noticias falsas que se limitan a producirlas para lograr dinero a base de engordar las páginas vistas de las web fake tendrán más dificultades para conseguirlo y, quizás, empezarán a retirarse de este negocio y a buscar nuevos caladeros donde lograr ingresos.    

El problema residirá entonces en cómo atacar el negocio de quienes encargan noticias falsas destinadas a desprestigiar y hundir a los adversarios políticos y a los rivales empresariales, pues éstos seguirán teniendo incentivos para publicar estas historias, por mucho que se ciegue la posibilidad de ganar dinero con los programas publicitarios de las plataformas. 

No hay una solución única. Pero si hemos declarado un estado de emergencia sanitaria mundial y asumimos la alerta climática, ¿por qué no asumimos que estamos en un estado de emergencia mediática? ¿cómo es que hasta ahora ni nos hemos planteado que estamos ante un problema de primer orden que afecta a nuestras vidas?

Vamos con un par de ejemplos de este olvido. 

1. Naciones Unidas plantea para la humanidad una agenda 2030 plena de objetivos para un desarrollo sostenible, los conocidos como ODS. La agenda consta de 17 ODS y abarca multitud de líneas de actuación en materias como el medio ambiente, la igualdad, la pobreza, el crecimiento económico o las nuevas relaciones en el mundo del trabajo. Aspira a mejorar el clima natural y el social, pero con una ausencia clamorosa en su orden de prioridades: la de algún objetivo ligado al clima mediático. La libertad de expresión y el derecho a una información veraz se recogen en otros tratados internacionales, pero se echa en falta que los ODS no le dediquen una sola línea a la alerta mediática que estamos viviendo, sufriendo y soportando. 

Y 2. Su ausencia de los programas educativos. Si buscamos y rebuscamos, quizás encontremos algunos contenidos sobre esta materia, charlas sueltas sobre los peligros de las redes sociales y algunas menciones al poder tóxico de los bulos. Pero apenas encontramos en los planes de estudio programas centrados en la desinformación.

¿No hemos quedado en que estamos ante un problema de orden mundial que socava y erosiona nuestros sistemas democráticos? Entonces, ¿por qué no empezamos por advertir a nuestros hijos de este peligro y les proporcionamos herramientas para que no se la cuelen? ¿por qué tardamos tanto tiempo en reaccionar? 

Es urgente que asumamos que este problema es casi tan importante como el de la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero, la discriminación racial o el de la igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres.

Si queremos tener democracias robustas, necesitamos un mercado informativo sano que permita esas democracias. Y eso es algo que compete a las instituciones supranacionales, a los gobiernos nacionales, a las plataformas y redes sociales, a las grandes corporaciones que sujetan el negocio de la publicidad con sus inversiones y a los propios ciudadanos.

Necesitamos un nuevo contrato mediático. O, como se dice ahora que estamos tan imbuidos del espíritu keynesiano de Theodore Roosevelt, de un new deal mediático, un new deal que parta de las escuelas, de los institutos y de las universidades, que fomente la capacidad de pensamiento crítico de las nuevas generaciones de ciudadanos; que ponga cortafuegos al tráfico masivo de nuestros datos personales; que apoye la verificación de los medios de comunicación y que exija a las plataformas sociales un compromiso real y auténtico contra la distribución masiva de los bulos y de las infamias  

¿Por qué no contar en las escuelas cómo se fabrica un bulo? ¿Por qué no decirles a los estudiantes cómo puede morir una democracia si no somos capaces de parar este vertido tóxico? Y en el caso de los medios: ¿por qué no podemos comprometerles para que sean más exigentes con nuestros poderes públicos, desvelando y publicando las mentiras que también salen desde las instituciones? Si Twitter ya lo hizo con el anterior presidente de los Estados Unidos, por qué no lo hacen los medios de comunicación tradicionales con sus actores de referencia.

Necesitamos un consenso mínimo viable para luchar contra la desinformación, pero, antes que eso, lo que debemos que asumir es que tenemos un problema extraordinariamente grave.El dique de contención de los medios de comunicación tradicionales se ha roto a la misma vez que se ha abierto la puerta para que las noticias falsas se expandan rápidamente y sin control por el cuerpo social. Pero no podemos quedarnos quietos si queremos asistir al funeral de nuestro sistema. Necesitamos una gran alianza antifake. Y pronto. Estamos en emergencia mediática. Y ya es hora de que nos enteremos.

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2 comentarios en “Emergencia mediática”

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