Nación WhatsApp

Un domingo de julio de 2018 cinco hombres fueron linchados hasta la muerte en el estado indio de Maharasthra víctimas del ataque de una turbamulta de una treintena de personas a las que les había llegado el rumor de que había un grupo de individuos que estaba raptando niños por esta región del oeste del país. No eran secuestradores, sino gente que pedía limosna y que fue víctima de un rumor distribuido masivamente por whatsapp entre los vecinos de la zona. WhatsApp no les linchó, pero este canal de mensajería se usó para alimentar y distribuir la paranoia que condujo a la muerte de estos desdichados. La mentira se compartió como sólo se comparte el miedo más atávico.

Este caso es un ejemplo extremo de mala utilización de la herramienta, pero también, al mismo tiempo, de su influencia como soporte masivo de transmisión de mensajes, incluso de aquellos más incendiarios y peligrosos . WhatsApp está en casi todas partes y se usa para casi todo. Para lo bueno, pero también para lo peor. Basta con teclear por ejemplo en Google «noticias falsas whatsApp» para comprender la dimensión del problema: en el momento de escribir estas líneas, aparecen al instante 11,2 millones de resultados.

Whatsapp comparte con su hermana mayor, Facebook, su poder social y también su potencial crítico en la distribución de bulos. De hecho, es un almacén inacabable de falsedades en formato digital. El uso de este canal de mensajería, fundado en 2009 por Jan Koum y Brian Acton, está tan extendido que el logo de la aplicación se ha convertido en un icono de nuestra conexión social. Una avería general en whatsapp se convierte en una noticia de impacto global. Si no te has instalado y usas este canal de mensajería, pierdes el contacto con las familias y las risas de los amigos en torno a un meme, dejas de compartir con otros padres y madres las inquietudes que te genera la calidad del colegio de tus hijos y puede que hasta se te pase una reunión de aniversario de tus compañeros del trabajo o de los de la promoción de tu universidad. Si no estás en whatsapp, no estás. Y no todos pueden permitirse el no estar.

Whatsapp es la nueva anfitriona de la conversación social, una aplicación que defiende su cetro por la eficacia de su propuesta: mensajes gratis, primero de texto, y, después, también de voz y de imagen. Uno de cada cuatro habitantes del planeta se ha instalado whatsapp en su teléfono móvil (y, si no, canales de mensajería similares como Telegram, Line o la china WeChat). Y a muchos de ellos les da igual si la plataforma les puede garantizar la privacidad de sus conversaciones. Whatsapp es tan buena haciendo lo que hace que la gran mayoría de quienes la usamos a diario apenas nos preocupamos por la seguridad de lo que escribimos o decimos allí o por los vídeos o audios que nos puedan llegar. Lo de la encriptación de los mensajes nos resbala.

La aplicación ha cubierto una necesidad y ha vencido a quienes compiten en su terreno con una oferta contra la que es imposible competir. Casi todo son ventajas en una herramienta que nos permite estar en contacto en tiempo real con nuestros familiares, amigos y compañeros y que nos hace la vida mucho más fácil, incluso en medio de una pandemia. Pero WhatsApp se ha convertido también en la terminal de productos informativos tóxicos más efectiva de los últimos años, una orgía de falsedades descontroladas.

¿De quién es la culpa? Por ser justos, deberíamos hablar de un reparto de responsabilidades en el que todos los que nos aproximamos a esta herramienta tenemos un porcentaje de culpabilidad por su uso. Quien tiene mayor responsabilidad es quien distribuye sus mentiras e infamias por ese soporte, pero también quienes se lo permiten por su inacción o por su tibieza a la hora de combatir estas prácticas y, por supuesto, también quienes las comparten como si no hubiera un mañana.

Sobre lo primero, podemos apoyarnos en una de las frases más arrebatadoras de Oscar Wilde: «La mejor manera de evitar la tentación es caer en ella». WhatsApp es una tentación irrefrenable para quienes han descubierto y explotado sus posibilidades como herramienta de distribución masiva de propaganda y su eficacia en la transmisión de mensajes emocionales que se viralizan a velocidades imposibles de frenar.

Es el sueño, por ejemplo, de cualquier activista político, capaz de contribuir a la causa con unos cuantos teléfonos móviles y con el entusiasmo de pequeños equipos dispuestos a rebotar los mensajes de los líderes en todo lo que dé de sí su capacidad de almacenamiento de vídeos, textos y fotos. Pero, también, en el ámbito de la política, es una amenaza real al sistema democrático cuando este uso pasa de ser una práctica artesanal y doméstica a convertirse en un sistema de distribución industrial con potencial suficiente para colapsar el debate público y las corrientes de opinión con mensajes negativos y manipuladores que fomentan el odio, el miedo, la crispación y la deshumanización del adversario

En mayor o menor medida, todos los partidos políticos usan técnicas de distribución de sus ideas fuerza y de sus eslóganes a través de esta plataforma. Es un canal único para la distribución de memes, de vídeos de cortísima duración o de carteles infográficos con una altísima carga emocional. Proporciona impactos de los que llegan a la fibra más personal. Es una de sus grandes ventajas competitivas. Y la aprovecha.

En países como España, la desconfianza a los medios está tan acentuada que hay un porcentaje amplio de ciudadanos que cree más en lo que le cuentan sus familiares y amigos en el WhatsApp o en Facebook, como si fueran profetas de la verdad revelada, que lo que pueda leer en un medio de comunicación, al que, además, etiqueta y sentencia con la rapidez y contundencia de un tribunal revolucionario tomado por las multitudes.

El ejemplo de manipulación vía WhatsApp al que se alude con más frecuencia es el del político y militar Jair Bolsonaro y su partido Alianza por Brasil. Brasil es un país con una gran penetración de banda ancha en el que whatsapp se ha convertido en la gran asamblea participativa en la que millones de ciudadanos se informan de los asuntos públicos. De los 147 millones de electores con derecho al voto en el país, 120 tienen instalados en sus móviles aplicaciones de mensajería de whatsapp. Y el 97% de sus seguidores comparte noticias falsas en el móvil.

En su carrera a la presidencia brasileña, Bolsonaro, influido por el ejemplo de las campañas de Steve Bannon para Trump en Estados Unidos, desplegó sus recursos propagandísticos en esta aplicación y acertó a la hora de decidir dónde debía centrar sus ataques y exabruptos. De ser un predicador agresivo de ultraderecha que caminaba siempre por carriles minoritarios pasó a ser un candidato con posibilidades de victoria gracias a su ingente producción de noticias falsas. Hoy, dirige los destinos de una nación de 200 millones de habitantes azotada por la pandemia en medio del pasmo de quienes ni soñaron que esta pesadilla pudiera consumarse.

Al igual que en Estados Unidos, Brasil ha sido y es un laboratorio de pruebas de hasta dónde se puede llegar con una estrategia fake que aproveche esta dark social en la que se ha convertido WhatsApp. Pero Bolsonaro no ha sido el único en ‘acertar’ con el uso de esta herramienta. También lo han hecho partidos populistas de extrema izquierda y de extrema derecha que se han aprovechado del creciente desprestigio y desconsideración de los medios tradicionales para colocar sus mensajes a través de aplicaciones como ésta, que prometían una libertad de expresión infinita sin necesidad de intermediarios y en cambio han abierto aún más si cabe las compuertas para la difusión de toneladas de inmundicias mediáticas.

WhatsApp tiene un problema añadido. Desde su compra en febrero de 2014 por algo más de 20.000 millones de dólares, es un producto más del planeta Zuckerberg. Y, como es habitual en esta compañía, tiene una relación muy tortuosa con algunas de las reglas esenciales de las sociedades democráticas, en particular, con aquéllas que intentan depositar la responsabilidad del tráfico de los bulos en los propietarios de las redes y plataformas que las distribuyen de forma masiva.

A diferencia de los propietarios de Twitter, bastante más activos en los últimos años en la lucha contra esta lacra, como hemos visto en su particular disputa con Trump y el derecho que se arrogaba a mentir en sus tuits, ni Facebook ni Whatsapp han aceptado de forma explícita su responsabilidad manifiesta como alojadores de estos huéspedes tóxicos y han mostrado una actitud menos proactiva en este enfrentamiento. Al menos, hasta que el problema de los bulos no se ha hecho presente en Washington, Londres y en las capitales europeas.

Sólo con la irrupción de la pandemia del coronavirus, el crecimiento extraordinario de la epidemia paralela de informaciones falsas y las llamadas a comparecer a Zuckerberg del Congreso norteamericano y del Parlamento europeo, la corporación californiana decidió que no podía seguir esquivando este problema y tomó medidas para contener este vertido tóxico.

Entre ellas, la más notoria fue, en abril de 2020, la de la restricción en el número de reenvíos de informaciones a los grupos de whatsapp, un cortafuegos efectivo que, a su vez, ocasionó que Mark Zuckerberg fuera objeto de una campaña sistemática de bulos en torno a supuestas conspiraciones en las que habría participado junto a gobiernos occidentales con el objeto, también presunto, de restringir la libertad de expresión de los ciudadanos (en el caso de España, la conspiración, un tanto disparatada, apuntaba a que el presidente del Gobierno, el socialista Pedro Sánchez, en complicidad de empresas especializadas en la verificación de noticias como Newtral, habría logrado que Zuckerberg restringiera los mensajes que fueran negativos para el ejecutivo que presidía el también secretario general del PSOE).

Esta campaña se desarrolló en paralelo a otra similar impulsada por movimientos del ala más conservadora de la política norteamericana en la que se acusaba a Facebook de ocultar comentarios, voces y artículos en favor de las tesis más cercanas al pensamiento neoconservador y a las teorías, algunas de ellas de tono estrambótico, del entonces presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.

En ambos casos, las campañas tuvieron gran eco precisamente en Facebook y en Whatsapp y agitaron el ambiente político, aún más enrarecido y crispado en los inicios de la pandemia de la Covid-19, gracias a la combinación de dos factores.

En primer lugar, el derrumbe en la confianza en los representantes públicos, especialmente de los políticos, y en los medios de comunicación (verificadores tradicionales de la información) fruto de la crisis financiera sistémica de 2008, de la posterior recesión y de las recetas de recortes drásticos que empeoraron las condiciones de vida de millones de personas.

Y, en segunda instancia, la conversión masiva de muchos ciudadanos en ‘whasatpp-activistas’ que vieron en la aplicación una herramienta única para viralizar su enfado con quienes les gobiernan y con quienes les representan y, también, por qué no decirlo, para confirmar sus ideas sin que casi nadie se atreva a rebatirlas con algún juicio crítico (la mayoría de las discusiones que se entablan acaban con el abandono del grupo de whatsapp por alguno de sus componentes. P.D. Se echa de menos el botón de silenciar en estos grupos).

WhatsApp se ha convertido en un inmenso placebo que nos sirve para apuntalar ideas y denostar las del contrario, pero con el inconveniente de que adolece de filtros que nos permitan contrastar la veracidad de lo que allí se publica. La mensajería de Zuckerberg se ha transformado en un Estado dentro de otro Estado, en un país más que va a lo suyo en el concierto de las naciones pantalla, nacidas al abrigo de las sociedades móviles, táctiles y líquidas que hemos abrazado acríticamente.

Es una herramienta que no atiende a reglas. Libre en esencia y sin ataduras, y también el escenario idóneo para que las emociones primarias se impongan a las razones y se instale una situación en la que la mentira y la infamia encuentran su mejor hábitat para expandirse, un lugar en el que lo inocuo se convierte en nocivo con un par de toques a los iconos que nos permiten reenviar los mensajes.

Este parque temático destinado a la conversación sin barreras, un Disneyland de la comunicación interpersonal que destrozó el modelo de las llamadas de teléfono y los mensajes de voz de pago, va camino de transformarse en un barrio ingobernable cuyos problemas no se resolverán limitándose a salirse de los grupos de whatsapp o desinstalando la aplicación.

WhatsApp, es decir, Facebook, es decir, Zuckerberg, ha empezado a asumir que es imposible ponerse de perfil ante el problema, pero nos podemos hacer legítimamente las siguientes preguntas: ¿y si no funcionan sus medidas? ¿y si Zuckerberg se niega a abandonar su modelo de negocio, basado, entre otros puntos, en el escaso control sobre el destino de los datos personales que maneja? ¿y si Zuckerberg prefiere que WhatsApp se autorregule y lo único que consigue es que se consolide como un agente corrosivo de las instituciones idóneo para los alérgicos a los sistemas democráticos, como una puerta al albedrío peor entendido? ¿tiene arreglo WhatsApp a costa de que nos acusen de miles de censuras o lo dejamos como está y esperemos que nosotros, como usuarios, nos regulemos en su utilización? ¿Cómo podemos hacer para airear el ambiente? ¿Hay manera de generar un repudio social de los bulos que circulan por esta aplicación o por redes como Facebook o la misma Youtube? ¿Cómo demonios podemos y debemos combatir tantas mentiras en un canal privado de una empresa privada? Y sobre todo: ¿se puede hacer algo? O, mejor dicho ¿a qué estamos esperando para hacer algo?

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