Los lobbies también quieren ser transparentes

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El lobbista en España tiene muy mala prensa. Quizás la causa resida en nuestra concepción de la moral y de la culpa, de nuestros clichés y prejuicios o quizás sea porque se han cometido demasiadas tropelías y hemos hecho del chanchulleo un catecismo ibérico, un capitalismo castizo de amiguetes y colegas, pero el hecho objetivo es que este oficio nunca ha sido bien visto por estos lares.

A diferencia de la Unión Europea (Bruselas es como el Port Aventura de los lobbistas), en España no existe una regulación legal de la actuación de los lobbies, quienes ejercen sus funciones en un segundo plano que puede hacernos confundir la discreción y la prudencia (no hay que ser tan políticamente adolescente como para pensar que las reuniones deberían celebrarse en streaming) con la falta de transparencia, impropia de una democracia avanzada que sea capaz de dotarse de unas reglas del juego que permitan un discusión sana sobre los asuntos públicos en la que las empresas defienden sus intereses y las Administraciones y los representantes públicos, por su parte, se encargan de velar 24/7 por los de la ciudadanía.

La opacidad se queda en fuera de juego

En un país tan acostumbrado al furor legislador, lo más cómodo es pensar en establecer de una vez por todas un marco legal que garantice esas reglas del juego. Pero el sentido común nos indica también que, más allá de incrementar nuestro corpus legislativo con más leyes y reglamentos, es más sensato cumplir con aquellas normas, ya aprobadas, que fomentan la transparencia y la rendición de cuentas de nuestras instituciones.

La gestión de los asuntos públicos de una compañía es una materia que requiere de una comunicación clara, precisa y transparente de los intereses de la empresa. Y esa comunicación en abierto debe aplicarse también a sus relaciones con las Administraciones y al uso de estos lobbies. Entre otras razones, porque la opacidad ya apenas tiene cabida en la era de la información infinita.

En una sociedad hiperconectada donde la información fluye abundantemente y en tiempo real por multitud de canales digitales, el espacio para los secretos de alcoba se achica como las defensas de Menotti. Todo se sabe y se desvela y la transparencia pasa de ser una opción a casi una obligación que, en el caso de estos embajadores de las marcas que son los lobistas y los profesionales de los asuntos públicos, termina siendo una obsesión.

Hoy, los ciudadanos examinan también a sus empresas y les exigen unos estándares de corrección y de honestidad que desincentivan los peores comportamientos y alientan a las compañías a alinearse con los intereses generales de sus potenciales clientes y a respetar sus principios y valores.

En este contexto, la transparencia ya no puede ser ese concepto que queda muy bien en los discursos pero que sólo se aplica cuando las cosas no vienen torcidas, sino que debe ser un mandamiento que sigamos en nuestro día a día. Y cuanto más abiertos y transparentes seamos, cuanto más nos creamos que la transparencia no es sólo algo que queda muy cool, mejor nos irá a todos. También a estos embajadores de la marca que son los lobbistas y los profesionales de los asuntos públicos.

Los lobbies son en el imaginario popular sinónimos de opacidad y de acuerdos que se firman bajo las faldas de las mesas de camilla, de fuerzas oscuras cuyas manos mecen las cunas de los débiles en favor de los poderosos, sean éstos quienes sean. Pero esta visión de trazo grueso, que tal vez guarda un poso de verdad, es en líneas generales injusta con este oficio. Los lobbies necesitan salir de su armario y salir del circuito de los prejuicios y las moralinas mal entendidas. Y cuanto antes lo hagan, mejor para todos. Para sus clientes y para toda la sociedad.

P.D. Os añado este enlace, que puede ser de vuestro interés.

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