El teléfono móvil, mejor fuera de las aulas

Mi amigo y socio David Cerdá ha escrito un gran artículo en la revista digital La Iberia que se titula La educación anacrónica y en la que le da una vuelta a la la tormentosa relación de los profesores con los teléfonos móviles de sus alumnos.

Cerdá, que además de directivo y consultor de empresas es un ensayista alejado del buenismo woke que tanto aqueja a las mentes pensantes de los países occidentales, desmonta aquí pamplinas cósmicas como la de que hay que usar los teléfonos móviles como herramienta educativa o la de que no se puede cercenar el derecho de los chicos a tener su móvil siempre a mano. Y advierte una vez más sobre el daño tan brutal que está causando la adicción al móvil en tantos alumnos que están perdiendo habilidades tan básicas como las de leer y las de escribir bien.

La educación anacrónica

Cerdá no usa la hipérbole ni se desvela como un amante del catastrofismo cenizo. Se limita a describir sin edulcorantes una realidad que reconoce cualquiera que haya tenido que dar clases en estos últimos años a jóvenes de Secundaria y de las universidades: el uso indiscriminado del teléfono móvil está matando algunas de sus capacidades más básicas y los está convirtiendo en la generación más distraída y desconcentrada que podamos recordar.

No es para tomárselo a broma. La adicción al móvil es el nuevo tabaquismo. En las aulas, más aún. Y la incapacidad para utilizarlo de un modo racional y mesurado empieza a ser un problema que merecería más de uno y de dos debates públicos. Ya hay más de una comunidad autónoma que recomienda la prohibición del móvil en clase, centros educativos que están imponiendo una orden de alejamiento de los terminales de las aulas y hasta hemos visto, hace unos días, cómo el distrito de la escuela pública de Seattle le presentaba una demanda a Google , a Meta, a Snatchap y a Tik Tok por el daño que causa su uso en los cerebros en formación de los jóvenes adolescentes de ese estado norteamericano.

La desconcentración, la cada vez mayor falta de atención, la tendencia a distraerse, el miedo a aburrirse y el miedo a perderse a algo que circula por las redes son parte de la rutina de cualquiera. Les pasa a los mayores y a los menores, y, en este último caso, la preocupación se acrecienta: estos chavales están en edad de formación. Y aunque hay que entender que tienen sus propios códigos, lenguajes, canales y maneras de entender la vida, y que se entretienen con historias y personajes que los milennialls o los baby boomers como yo no somos capaces de apreciar, lo que ya no se puede entender es que les condenemos a ser una generación de adictos a unas plataformas que buscan su atención no para entretenerlos, sino para ganar muchísimo dinero con ellos a costa de convertirlos en unos adictos a sus productos.

Yo, a esto, no le veo la gracia. Y me parece que nos va a dar a todos más de un quebradero de cabeza. Sobre todo si asistimos, como parece, a una deriva en la que los hijos de las élites serán educados al calor de los libros y del fomento de la capacidad crítica y los de los demás terminan aborregados delante de un teléfono móvil. No me quiero poner catatónico, pero las cosas son como son. Y esto del teléfono móvil y de unas redes sociales que idolatran la viralidad se está convirtiendo en el opio de banda ancha de unos chavales que no tienen edad de darse cuenta de que los están infoxicando.

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