Las lecciones de reputación que nos deja el caso del Barça y los árbitros

El Fútbol Club Barcelona es más que un club: es una marca que cuenta con millones de seguidores en todo planeta y cuya influencia trasciende del ámbito del deporte y se extiende hacia la política y hacia una sociedad que cada vez es menos de la información y más del entretenimiento. Su reputación se erige sobre sus éxitos deportivos, pero sobre todo sobre su valor emocional para millones de personas que se ponen sus camisetas blaugranas para ver los partidos de sus ídolos.

Los sucesivos escándalos de la etapa Bartomeu que han saltado a la opinión pública han causado daños en sus cuentas de resultados, dejando a la entidad al borde de la quiebra y presa de sus ya famosas palancas, pero no han hecho demasiada mella en su reputación.

El fútbol es en estos términos una excepción, una singularidad donde determinados principios y valores se ponen en cuarentena y se supeditan a algo tan primario, pero tan único, como que el balón entre en la red del contrario, que se gane un título o que lo pierda tu rival. Las emociones se ponen por delante de las razones y se impone una muy particular cláusula de irracionalidad mediante la que vemos cómo personas que guardan un cierto sentido común en sus análisis se dejan arrastrar por sus pasiones viscerales cuando hablan de los clubes de fútbol.

Lo hemos vuelto a comprobar estos días con la publicación de informaciones periodísticas que acreditan que el Fútbol Club Barcelona pagó al jefe del comité técnico de los árbitros de la Federación Española de Fútbol durante más de dos años (y quizás más) por una “asesoría verbal”. Quienes están leyendo estas líneas saben a qué se puede referir esta “asesoría” y qué repercusiones legales puede tener si la Fiscalía termina entendiendo que podemos estar ante unos hechos constitutivos de un presunto delito de tráfico de influencias.

Pero, más allá de la legalidad de estas actuaciones, y más allá incluso de la propia moralidad y ética de estos pagos, donde quisiera detenerme es en el daño reputacional y emocional que causan este tipo de conductas. Por mucho que se quiera restar importancia a la gravedad de los hechos y que se deslice que alguna fuerza oscura quiere que esto se haga público para frenar la buena trayectoria deportiva de su primer equipo en esta temporada, no se puede esconder la realidad: estos escándalos minan el crédito que tienen que ganarse todas las empresas y organizaciones humanas, incluidos los clubes de fútbol, que siempre se han aprovechado de las pasiones que concitan para zafarse de sus responsabilidades y actuar más como corsarios locales que como instituciones con una responsabilidad social que no pueden eludir.

En nada ayudan, por cierto, aquellos medios que esconden estas noticias y practican una visión posmoderna del ‘pan y circo’ con sus portadas delirantes en las que esconden los hechos y se apuntan al pensamiento mágico de creer que aquello que no se cuenta, no existe. Ni tampoco los programas que han sustituido a periodistas con criterios de periodista por hooligans orgullosos de vociferar sus amores y odios desde sus atalayas de fanáticos a sueldo.

A corto plazo, estas prácticas se justifican con argumentos primarios y tribuneros, pero, a la larga, hacen un daño que tal vez no seamos capaces de valorar.

Los clubes de fútbol, por su enorme carga emocional, están muy por encima de quienes los dirigen. Son los aficionados y las comunidades en las que se arraigan estas entidades deportivas, quienes deben poner pie en pared, frenar estos abusos y no dejarse llevar por su pasión. Si no, no se pierde sólo la reputación, sino también el propio cordón umbilical que une a los aficionados con los clubes a los que aman sin remisión. Uno quiere siempre que su equipo gane. Pero sin trampas ni filibusterismos. Somos aficionados, pero antes somos ciudadanos. Con nuestras responsabilidades y con nuestros códigos de valores. Y cuando los clubes se olvidan, nos decepcionan a todos, pero, sobre todo, a sus aficionados.

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