Os acordaréis de que no hace tanto tiempo, miles de personas secundaron un movimiento de respuesta a la adquisición de Twitter por parte de Elon Musk en el que usaban esta misma red para anunciarle al mundo que abandonaban Twitter para mudarse a Mastodon.
Han pasado tres meses de este presunto abandono masivo de Twitter y nadie sabe nada ni de la retirada de las huestes tuiteras ni de la huida ni, por supuesto, de los avatares de esa red tan descentralizada y democrática que es Mastodon.
La escenificación de la despedida y los resultados de la mudanza ejemplifican muy bien algunos de los rasgos más característicos de quienes poblamos esta red.
Twitter es adictiva y, aunque nos irrite la deriva muskiana de ese hombre que parece una parodia de Iron man, nos cuesta mucho decirle adiós. Es más, lo que más nos gusta de hacer una despedida pública de Twitter no es ese momento en el que nos vamos, que no hace falta que os señale que nunca llega, sino comprobar que nuestro anuncio público tiene decenas de me gustas, retuits y comentarios.
Lo que nos va no es Twitter, sino el reconocimiento y la atención que nos proporciona. Y este fenómeno se remarca aún más si quienes anuncian el abandono son periodistas.
Somos una tribu muy particular. Muy dados a hacer grandes proclamas que luego no cumpliremos. Un poco como los gladiadores que saludaban al emperador desde la arena, nos gusta manifestar públicamente algo parecido a «Ave, Elon Musk, los que se van a largar de Twitter te saludan». Pero nada, después de ponernos estupendos seguimos tuiteando sin descanso ni perdón.
Reconocerlo: abominamos de Twitter pero lo primero que hacemos al levantarnos es coger nuestro móvil, abrir la aplicación con el icono del pajarito y repasar qué ha pasado en el mundo. Nada de echarle un vistazo a los periódicos. Lo nuestro de cada mañana es enredarnos en el bucle de noticias, comentarios, zascas y memes de Twitter hasta que hemos visto todos los tuits pendientes desde la noche anterior. Y así a lo largo del día.
Es nuestra droga y no la vamos a abandonar por el primer Mastodon que se nos cruce. Y menos aún si ese tal Mastodon es como esos bares con los mostradores tan vacíos que entra una depresión sólo con verlos.
De Twitter se sale. No hay que ir a reuniones de tuiteros anónimos para desengancharse. Pero, pese a los desvaríos erráticos del también dueño de Tesla, no es fácil desconectar de la red porque está hecha para gente como nosotros, enganchadas a la actualidad y a la conversación que padecemos ese miedo congénito a perdernos algo que nos hace sufrir de ansiedad cuando están pasando cosas de las que no nos hemos enterado; periodistas que preferimos contar una noticia en Twitter antes que en nuestros propios medios y que parecemos no sobrevivir sin esa dosis de vanidad dopada de dopaminas que logramos con los tuits que se ganan el aplauso tribunero del respetable.
Anda que nos íbamos a ir pronto a una red fantasma…